
Es evidente que estas magnitudes se traducen, en la calle, en nuestros bolsillos, en una gran sensación de que cada vez somos más pobres, que cada vez cuesta más no sólo ver el fin del mes, sino vivir. Y esto tiene, como no puede ser de otra manera, un gran impacto en el consumo. Pretender aislar el mundo del consumo de la salario de nuestros consumidores es estúpido. Por eso no lo hago. Y por eso, pese al optimismo oficial (ayer comprobé como el mensaje de nuestros ministros y del propio presidente, con cinismo y sin creérselo, habla del 2015 como del año de la recuperación), la crisis, para quienes no tienen, está muy lejos de acabar.
Dicen las malas lenguas que estamos ante una crisis tan profunda que los famosos brotes verdes se han agostado y la que raíces robustas están tan profundas que no se ven. Y yo lo creo. Porque tardaremos mucho tiempo antes de que nuestra economía reverdezca. Y, mientras tanto tendremos que soportar un dato inaceptable que habla de los niños cuyo grito de desesperanza, rasga nuestros oídos porque tienen hambre.
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