La cosa tiene su intrigulis. Dice el anuncio en cuestión que hay que proteger nuestras defensas. O mejorarlas. Ciertamente el filón que ha encontrado Danone con su producto es importante, aunque no sea del todo cierto. A fin de cuentas eso parece no importar demasiado. O, al menos, eso parece para la marca. Como el hecho de que su pretendido efecto saldable sea más bien limitado.
A fin de cuentas basta con conseguir, a base de unos cuantos euros, claro, que una actriz se ofrezca a meternos su eslogan en vena para que lo convirtamos en verdad incuestionable. Y si lo hace con una frase pegadiza y una voz reconocible, mucho mejor.Y en este punto, la susodicha actriz, a la que recuerdo en un inconmensurable papel en una obra de Delibes, tiene, sin duda una responsabilidad ineludible. Porque lo menos que cabría esperar, cuando se pretende actuar de esa manera con una traslación de credibilidad, es que se pruebe si el efecto que se va a anunciar se corresponde con la realidad.
Así habría podido ver (ella en este caso) que nada más lejos del mensaje que esa actuación sobre las defensas del organismo. Defensas que gana mucho más con una dieta equilibrada y con un ejercicio moderado que acudiendo a estos productos de efecto tan limitado por sí mismos. Porque no diré que los yogures sean perjudiciales (sea cual sea la marca mientras sean yogures), pero de lo que no me cabe duda es de que su efecto saludables depende (insisto, sea de la marca que sea) de su inclusión en una dieta adecuada.
Todo esto sea dicho sin entrar en el precio que Danone ha colocado a estos productos, incluso con relación a productos que elabora la propia empresa. Más teniendo en cuenta que existen en el mercado alternativas tan buenas como ese producto a precios mucho más barato.
Se trata de un blog en el que el consumo es el denominador común, aunque a veces la relación con él sea casi marginal y cueste verla. Con estas reflexiones, José María Múgica Flores, ex director general de OCU (Organización de Consumidores y Usuarios) pretende dos cosas: no perder contacto con un mundo apasionante, como es el consumo, y ofrecer su experiencia de casi 25 años a los consumidores del futuro.
jueves, 31 de julio de 2014
LA DESESPERANZA DE QUIEN ESPERA
Anteayer estuve en Renfe, en la estación de Atocha, de Madrid. Llegué cuando faltaban 20 minutos para las 8 de la tarde, es decir, para las 20 horas. El espacio estaba atestado de gente que aguardaba, cariacontecida, su vez. No me extrañó, pues, que me tocara un número muy avanzado, el A237, cuando mi serie acababa de llegar al centenar. Pongo delante la "A" porque había tres series, aunque debo decir que la nuestra iba más rápida que las demás. Lo de "más rápida" es un decir porque la lentitud era, sin duda, la característica más definitoria de su avance. Pero bien es cierto que en la pantalla que organizaba lo turnos hubo momentos en que prevalecía esa letra.
Nada que objetar si mis previsiones hubieran fallado. Pero lo que me pareció absurdo era la razón de esa absoluta falta de rapidez que, al fin y a la postre, se convertía en falta de respeto a quienes esperábamos nuestro turno. Porque lo que pude ver en aquella sala, custodiada, eso sí, por guardas jurados, fue eso: un absoluto desprecio a los que esperábamos.
Y digo eso porque de los nueve puestos de atención al público, sólo estaban atendidos tres (cuatro en algunas ocasiones). Supongo que los gerifaltes de Renfe, cuya obligación era hacer una planificación acorde con la demanda de los consumidores, serían capaces hasta de justificar todo en aras del sacrosanto "mercado". Pero lo cierto es que hasta casi las diez, es decir, casi dos horas después, no apareció mi número en la pantallita ya citada y fui atendido por alguien que, dicho sea en aras de la verdad, lo hizo con absoluta amabilidad.
No critico, pues, la atención recibida. Mi crítica, si vale para algo, va hacia quienes planificaron tan desastrosamente la atención de quienes, generosamente, pagamos sus salarios.
Nada que objetar si mis previsiones hubieran fallado. Pero lo que me pareció absurdo era la razón de esa absoluta falta de rapidez que, al fin y a la postre, se convertía en falta de respeto a quienes esperábamos nuestro turno. Porque lo que pude ver en aquella sala, custodiada, eso sí, por guardas jurados, fue eso: un absoluto desprecio a los que esperábamos.
Y digo eso porque de los nueve puestos de atención al público, sólo estaban atendidos tres (cuatro en algunas ocasiones). Supongo que los gerifaltes de Renfe, cuya obligación era hacer una planificación acorde con la demanda de los consumidores, serían capaces hasta de justificar todo en aras del sacrosanto "mercado". Pero lo cierto es que hasta casi las diez, es decir, casi dos horas después, no apareció mi número en la pantallita ya citada y fui atendido por alguien que, dicho sea en aras de la verdad, lo hizo con absoluta amabilidad.
No critico, pues, la atención recibida. Mi crítica, si vale para algo, va hacia quienes planificaron tan desastrosamente la atención de quienes, generosamente, pagamos sus salarios.
miércoles, 30 de julio de 2014
EL TIMO DE LAS PREFERENTES
No cabe duda de que las entidades financieras no han jugado limpio. Se trataba de hacer dinero y a ello se han aplicado. El hecho de que el perfil de las víctimas nada tuviera que ver con el de inversores de alto riesgo poco o nada importaba porque de lo que había que hacer estaba claro: traicionar la confianza de los clientes de la entidad y arrebatarles el dinero, un dinero, muchas veces fruto de muchos esfuerzos y de no pocos sufrimientos.
Cuando trabajaba en OCU asistí en más de una ocasión a la impotencia con la que los pequeños "inversores" lloraban la forma en que la codicia de unos pocos había arruinado sus vidas. Aún recuerdo aquella pareja que, en su "codicia" (¡qué estúpida justificación por parte de quienes no la pueden tener!) habían entregado a un amigo (agente de una caja de ahorros) hasta el último céntimo de lo que habían ahorrado para su boba, confiando en que de esa manera podrían hacerle un favor y, de paso, conseguir unos eurillos más. Ahora, ese dinero se ha volatilizado.
Y es que ésa es la palabra clave: la confianza. Bien lo sabían los desalmados que se inventaron la fórmula en la que era capital disponer de ella. Porque era preciso ese caudal tan grande para poder hacer el desaguisado. Porque pretender, ahora, que todo era cuestión de avaricia y que en el pecado llevaban la penitencia sólo cabe en la cabeza de algún que otro responsable de entidad financiera que, a buen seguro, hasta podrá dormir tras decir tamaña estupidez.
A lo que se enfrentan ahora es, sin duda, peliagudo: a miles y miles de demandas judiciales (bien es cierto que con casi certeza de triunfo). Pero lo peor de todo es que juegan con las dos cosas que el consumidor no tiene (o tiene poco): tiempo y dinero. Y, por eso, uno se pregunta si no se podría haber arbitrado una solución más coherente. Porque las entidades financieras bien conocen las cantidades que están en juego y la devolución de estas cantidades, nacidas del abuso, no deberían ser fruto de unas sentencias judiciales por mucho que en su inmensa mayoría sean favorables a los engañados.
Cuando trabajaba en OCU asistí en más de una ocasión a la impotencia con la que los pequeños "inversores" lloraban la forma en que la codicia de unos pocos había arruinado sus vidas. Aún recuerdo aquella pareja que, en su "codicia" (¡qué estúpida justificación por parte de quienes no la pueden tener!) habían entregado a un amigo (agente de una caja de ahorros) hasta el último céntimo de lo que habían ahorrado para su boba, confiando en que de esa manera podrían hacerle un favor y, de paso, conseguir unos eurillos más. Ahora, ese dinero se ha volatilizado.
Y es que ésa es la palabra clave: la confianza. Bien lo sabían los desalmados que se inventaron la fórmula en la que era capital disponer de ella. Porque era preciso ese caudal tan grande para poder hacer el desaguisado. Porque pretender, ahora, que todo era cuestión de avaricia y que en el pecado llevaban la penitencia sólo cabe en la cabeza de algún que otro responsable de entidad financiera que, a buen seguro, hasta podrá dormir tras decir tamaña estupidez.
A lo que se enfrentan ahora es, sin duda, peliagudo: a miles y miles de demandas judiciales (bien es cierto que con casi certeza de triunfo). Pero lo peor de todo es que juegan con las dos cosas que el consumidor no tiene (o tiene poco): tiempo y dinero. Y, por eso, uno se pregunta si no se podría haber arbitrado una solución más coherente. Porque las entidades financieras bien conocen las cantidades que están en juego y la devolución de estas cantidades, nacidas del abuso, no deberían ser fruto de unas sentencias judiciales por mucho que en su inmensa mayoría sean favorables a los engañados.
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