jueves, 31 de julio de 2014

LA DESESPERANZA DE QUIEN ESPERA

Anteayer estuve en Renfe, en la estación de Atocha, de Madrid. Llegué cuando faltaban 20 minutos para las 8 de la tarde, es decir, para las 20 horas. El espacio estaba atestado de gente que aguardaba, cariacontecida, su  vez. No me extrañó, pues, que me tocara un número muy avanzado, el A237, cuando mi serie acababa de llegar al centenar. Pongo delante la "A" porque había tres series, aunque debo decir que la nuestra iba más rápida que las demás. Lo de "más rápida" es un decir porque la lentitud era, sin duda, la característica más definitoria de su avance. Pero bien es cierto que en la pantalla que organizaba lo turnos hubo momentos en que prevalecía esa letra.

Nada que objetar si mis previsiones hubieran fallado. Pero lo que me pareció absurdo era la razón de esa absoluta falta de rapidez que, al fin y a la postre, se convertía en falta de respeto a quienes esperábamos nuestro turno. Porque lo que pude ver en aquella sala, custodiada, eso sí, por guardas jurados, fue eso: un absoluto desprecio a los que esperábamos.

Y digo eso porque de los nueve puestos de atención al público, sólo estaban atendidos tres (cuatro en algunas ocasiones). Supongo que los gerifaltes de Renfe, cuya obligación  era hacer una planificación acorde con la demanda de los consumidores, serían capaces hasta de justificar todo en aras del sacrosanto "mercado". Pero lo cierto es que hasta casi las diez, es decir, casi dos horas después, no apareció mi número en la pantallita ya citada y fui atendido por alguien que, dicho sea en aras de la verdad, lo hizo con absoluta amabilidad.

No critico, pues, la atención recibida. Mi crítica, si vale para algo, va hacia quienes planificaron tan desastrosamente la atención de quienes, generosamente, pagamos sus salarios.


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